miércoles, 28 de noviembre de 2007





José de Vargas y Ponce[1]

En Cádiz, la marina -junto con la abogacía y la medicina- ha sido una profesión que ha favorecido tradicionalmente el ejercicio de la literatura. Podemos recordar, entre otros personajes también importantes, la figura de José Vargas y Ponce quien enarboló la bandera del purismo lingüístico frente a la inmensa avalancha de vocablos y de sintagmas franceses que se precipitaron sobre nuestra lengua, durante los siglos XVIII y XIX, al amparo de las tesis racionalistas.
El célebre diputado de las Cortes de Cádiz, Antonio Campmany -que murió en nuestra capital y está enterrado en nuestro cementerio-, en un defensor de la unidad cultural europea, En su Filosofía de la Elocuencia (Madrid, 1777) advierte, cómo durante el siglo XVIII se fueron unificando en toda Europa diferentes corrientes de pensamiento: “aunque cada nación tiene su idioma, traje y costumbres locales, los progresos de la sociabilidad han hecho comunes las mismas ideas en la esfera de las buenas letras, el mismo gusto y, por consiguiente, el mismo modelo de expresarse”.
En este afán de progreso y de unidad propició la imitación de usos y la introducción de términos extraños a la propia lengua. Algunos intelectuales, sobre todo, los más imbuidos de sentimientos patrióticos y de espíritu nacional, expresaron sus temores de que la cultura y la lengua españolas perdieran su identidad, su pureza, riqueza y armonía.
En este clima de inquietud y de preocupación, José de Vargas y Ponce publicó su obra titulada Declamación contra los abusos introducidos en la Lengua Castellana, que obtuvo el premio de la Real Academia Española. Esta obra, verdadero manifiesto del purismo, propone como idea la imitación de la lengua en su época de esplendor y aspira al buen manejo de las formas idiomáticas consagradas. El purismo combate especialmente las deformaciones que sufre la lengua tras haber alcanzado su máximo nivel de perfección.
Vargas Ponce fue también poeta -con más ingenio que inspiración y alardeó, sobre todo, por su facilidad para repentizar versos, por su gracia, finura y ángel. Entre sus obras festivas podríamos citar su Proclama de un solterón (1827) o el Tontorontón (1818).
Los mayores niveles, no sólo en la cantidad de sus obras, sino también en la calidad de sus aportaciones, los alcanza en el ámbito de la historia. Recordemos sus trabajos sobre la Marina y sobre marinos ilustres, sobre los derechos de los españoles a Terranova; sus elogios a figuras preclaras nacionales, Alfonso el Sabio, Ambrosio de Morales, Marineo Sículo, Oncada, Elcano, los Oquendo, Ecaño, Tofiño, Mártir de Anglería, etc. También publicó historias de algunas ciudades como Sevilla, Pasajes, Cartagena (en cuyo Ayuntamiento reunió una valiosa colección de lápidas e inscripciones romanas).
Nos ha dejado también curiosos e interesantes relatos viajeros como, por ejemplo, el de la fragata “Santa María de la Cabeza” al estrecho de Magallanes, el Derrotero del Océano, etc.
Por encargo de otro marino gaditano, el matemático Vicente Tofiño, fue responsable de la edición de un Atlas que constituye un fiel exponente, por su exactitud, perfección y belleza, de la preparación técnica y de la sensibilidad artística de este poeta y marino, científico y artista.
Fue miembro y director de la Academia de la Historia, diputado a Cortes en tres legislaturas, intervino en el combate de septiembre de 1782 para la reconquista de Gibraltar y dirigió las operaciones de embarque de las tropas expedicionarias para arrebatar Menorca a los ingleses. Estuvo también en la flota que atacó Tolón, Génova, Cerdeña, en lucha contra Francia. Nació en Cádiz en 1760 y murió en Madrid en 1821.
Domingo, 12 de marzo de 1989.


[1] José de Vargas Ponce (1760-1821), Capitán de fragata de la Armada, Director de la Real Academia de la Historia, Óleo de Francisco de Goya, Real Academia de la Historia, Madrid.


Darío Villanueva Prieto[1]

Darío Villanueva es un hombre de síntesis y, por lo tanto, un ser equilibrado, armónico y unitario. Es un intelectual abierto que, atento a todas las corrientes de pensamiento, a todas las tendencias artísticas y a todos los movimientos literarios, elabora, de forma permanente, su propia teoría de la literatura y su singular filosofía de la vida: si su concepción de la literatura es intensamente vital, su idea de la vida es profundamente literaria: su pensamiento está empapado de vida y su vida está impregnada de literatura.

Los que lo contemplamos de cerca, recibimos la impresión de que sus tareas académicas, sus actividades sociales y sus quehaceres familiares están sincronizadas, y de que sus aspiraciones y sus deseos están sintonizados con sus logros. Su discurso, pausado y pautado, discurre por unos senderos seguros que, previamente, ha trazado gracias a sus renovadas lecturas, a sus análisis minuciosos, a sus profundas reflexiones y a sus metabolizadas experiencias.



Posee un sentido de la medida que se manifiesta en el control de la voz -de los tonos, de los ritmos y de los acentos- y que se refleja en el dominio de sus emociones y en la administración de sus expresiones, de sus gestos y de sus palabras. Su serena mirada hacia el futuro de los acontecimientos, hacia el interior de los objetos y hacia el fondo de las palabras le confiere un palpable seguridad. Traza y sigue los caminos palmo a palmo y, divisando anchos horizontes, recorre el tiempo y persigue sus ideales sin agotarse. Estamos convencidos de que nunca se acaba su deseo renovado de mirar, de entender y de progresar.

Darío es un ser para la vida que, aunque sabe perfectamente que la vida tiene sus edades y sus estaciones, asciende impertérrito hacia las cumbres del pensamiento liberador y hacia las cimas de la vivificante belleza plenificadora; quizás sea esa fuerza interior la que lo mantiene en el tiempo, como una pequeña primavera que alumbra cada mañana ideales que no se apagan y que él generosamente ofrece para que la recojan otros caminantes.

Éste profesor universitario, conocedor de la naturaleza humana -la suya y la de otros-, es un perfeccionista que busca la calidad con razonable firmeza en sus proyectos. Asume las responsabilidades y se fía de sus fuerzas para afrontar las dificultades. Mira críticamente lo que ocurre y defiende con firmeza y con delicadeza sus convicciones. Persiguiendo la máxima excelencia en el trabajo y en la conducta, está atento a los cambios de los vientos y a los variaciones de las temperaturas; luce sus valores matizando los resplandores para evitar los deslumbramientos.



Realista y soñador al mismo tiempo, es silencioso y enemigo de las alharacas. Posee un fino sentido del humor y una discreta simpatía marca su carácter. Sin dejar nada al albur de la improvisación, sin mirar a otro lado, se deja guiar, en última instancia, por el sentido común. Sensible a la luz y al color, atenúa los tonos y suaviza los contrastes.

[1] Catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Santiago de Compostela, desde marzo de 1987. Catedrático adjunto (Professor Adjoint) en "Escuela española" de Middlebury College (Vermont, Estados Unidos). Ha sido Secretario y Decano de la Facultad de Filología y Rector de la Universidad de Santiago de Compostela. Presidente de la Asociación española de Teoría de la Literatura (ASETEL).

sábado, 28 de julio de 2007

domingo, 17 de junio de 2007



Salvador Vinardell Lagares[1]

Salvador Vinardell Lagares, hombre bueno, cristiano benévolo y sacerdote servicial, ha muerto con la naturalidad con la que ha vivido. Creyente y crédulo, se ha despedido de todos sus hermanos con la sencillez del viajero que, teniendo claro el destino, contempla y disfruta de los paisajes cambiantes que discurren ante su mirada atenta, cordial, cercana y entusiasmada.

Salvador -que­ trazó su itinerario racional y emotivo en la búsqueda incesante del sentido evangélico de la vida- ha recorrido su tiempo con la espontaneidad y con la tensión de un acompañante respetuoso de sus hermanos los hombres; ha vivido su fe con la serenidad de un discípulo de Jesús, con la confianza de un hijo de la Iglesia y con la ilusión de un apasionado que busca en la oración la quietud en Dios.

Consciente de la situación precaria del hombre, el punto de partida de su vida sacerdotal era una apertura -liberada y liberadora- a la desmesura del Misterio; su senda era un amor irrenunciable a la libertad y a la justicia, y su meta, la felicidad compartida posible y necesaria.


Ésta ha sido su manera de explicar los comportamientos que para otros eran inexplicables; este ha sido su modo de hallar el sentido de un destino trascendente, de escapar a la desesperación del azar y del absurdo, de sustraerse a una fatalidad privada de toda justificación, de colmar el vacío de una existencia que, para muchos, carece de fundamento y, sobre todo, ésta ha sido su forma elocuente de superar la angustia del tiempo y de la muerte.

Cuando aún vivía los primeros años de su sacerdocio, le escuché pronunciar una fórmula aparentemente tautológica: "La vida es el único camino para llegar a la Vida". Después, a lo largo de su trayectoria pastoral, pudimos entender el fondo de esta afirmación al comprobar cómo sus comportamientos esperanzados proclamaban que los seres humanos que profesamos la fe cristiana no debemos ni desesperar de la vida ni, tampoco, temer a la muerte. Por eso, su rostro permanentemente inquieto y juvenil, reflejaba paradójicamente una serenidad esperanzada y una intensa preocupación por los demás; por eso, recibía las cosas buenas con alegría y aceptaba los dolores con entereza. No despreciaba la vida ni temblaba ante la muerte; aspiraba a la plenitud que, en cada situación, era posible.

Salvador Vinardell, observador atento de los sucesos cotidianos y de los gestos humanos, era capaz de ahondar en el conocimiento de los otros seres y de comprenderse a sí mismo; sin sentirse extraño en este mundo, contemplaba con interés las cosas menudas y próximas, profundizando en sus sentidos transcendentes. En sus tareas pastorales, fue cuidadoso con los detalles y se mostró sensible a las dificultades de los más modestos; poseía una exquisita habilidad para crear momentos largos de intensa amistad.


Su discurso sacerdotal -enemigo de la grandilocuencia vacía y de las nieblas de la ambigüedad- seguía la línea quebrada del diálogo, respetaba las continuas interpolaciones de los dramas de la vida ajena; era manso, sensato, dispuesto a dejarse interpelar y a dar razones.

En sus clases de Religión, su actitud era la del maestro que, proponiendo con firmeza sus puntos de vista, estaba a la espera de las razones de los discípulos. Con tiento y con paciencia, prestaba su consejo amistoso y dejaba abiertas las puertas de la libre y de la responsable elección. Dueño de una palabra elemental y clara -como el viento libre- conversaba con naturalidad y predicaba con sencillez.

Aunque, a veces, le agradaba remar contra corriente -sin ceder a las modas y sin dejar de tenerlas en cuenta- era un hombre de paz que suavizaba los enfrentamientos. Se comprometió con la vida, supo mirar de frente las realidades, disfrutar con gozo y sufrir sin amarguras; ha evidenciado una exquisita nobleza para pelear por la dignidad de la existencia humana.

Este sacerdote sencillo y amable ha sabido vivir y morir con dignidad ­y con discreción. Tomó la vida plenamente en serio y supo orientar el espíritu hacia metas nobles.­ ­Era un espectador y un actor de la vida, empeñado en la comprensión del hombre desde el hombre, con sus virtudes y con sus pasiones, con sus defectos y con sus limitaciones, con sus frustraciones y con sus ilusiones. Ha vivido intensamente mirando de frente el mal, el desafío de los deseos y la interpretación de lo oculto. "La palabra evangélica -afirmaba- me ayuda a reconstruir la trama oculta de la realidad, sobre todo de la historia dolorosa, para dar a cada cosa concreta su valor real".


Activo y luchador incansable, fue un sacerdote crítico que intentó entender y transformar el mundo sin resignarse ni desanimarse ante la incomprensión. Es posible que, quizás por las prisas o por los despistes, no le hayamos prestado la atención que tantos detalles suyos merecían. Pero estamos seguros de que su memoria -o su vicario el inconsciente- constituye una antología de esencias atesoradas, de imágenes que son signos de identidad, de palabras que fueron revelaciones, de goces y de sufrimientos que fueron compartidos.

Sirvan estas modestas palabras de pequeño homenaje a un hombre bueno, honrado, afectuoso y limpio de corazón, a un creyente que ha derrochado sencillez, cordialidad y modestia, a un sacerdote disponible, servicial y desprendido que ha vivido una vida rica y enriquecedora, densa y dilatada, generosa e intensa, alimentada por la savia fecunda de la Eucaristía, de la oración y de la amistad con Jesús. La muerte le ha ungido con el suave aceite del sueño y nos deja el intenso olor de la gratitud. Que descanse en paz.
El Faro de Ceuta, miércoles 14 de junio de 2000.


[1] Nació en Cádiz y cursó los estudios de Humanidades, Filosofía y Teología en el Seminario Conciliar de San Bartolomé. Fue ordenado sacerdote por el Obispo monseñor Tomás Gutiérrez Díez. Ejerció el ministerio pastoral en Cádiz, Ceuta donde fue Coadjutor, Párroco, Profesor de Religión y Capellán.