domingo, 17 de junio de 2007



Salvador Vinardell Lagares[1]

Salvador Vinardell Lagares, hombre bueno, cristiano benévolo y sacerdote servicial, ha muerto con la naturalidad con la que ha vivido. Creyente y crédulo, se ha despedido de todos sus hermanos con la sencillez del viajero que, teniendo claro el destino, contempla y disfruta de los paisajes cambiantes que discurren ante su mirada atenta, cordial, cercana y entusiasmada.

Salvador -que­ trazó su itinerario racional y emotivo en la búsqueda incesante del sentido evangélico de la vida- ha recorrido su tiempo con la espontaneidad y con la tensión de un acompañante respetuoso de sus hermanos los hombres; ha vivido su fe con la serenidad de un discípulo de Jesús, con la confianza de un hijo de la Iglesia y con la ilusión de un apasionado que busca en la oración la quietud en Dios.

Consciente de la situación precaria del hombre, el punto de partida de su vida sacerdotal era una apertura -liberada y liberadora- a la desmesura del Misterio; su senda era un amor irrenunciable a la libertad y a la justicia, y su meta, la felicidad compartida posible y necesaria.


Ésta ha sido su manera de explicar los comportamientos que para otros eran inexplicables; este ha sido su modo de hallar el sentido de un destino trascendente, de escapar a la desesperación del azar y del absurdo, de sustraerse a una fatalidad privada de toda justificación, de colmar el vacío de una existencia que, para muchos, carece de fundamento y, sobre todo, ésta ha sido su forma elocuente de superar la angustia del tiempo y de la muerte.

Cuando aún vivía los primeros años de su sacerdocio, le escuché pronunciar una fórmula aparentemente tautológica: "La vida es el único camino para llegar a la Vida". Después, a lo largo de su trayectoria pastoral, pudimos entender el fondo de esta afirmación al comprobar cómo sus comportamientos esperanzados proclamaban que los seres humanos que profesamos la fe cristiana no debemos ni desesperar de la vida ni, tampoco, temer a la muerte. Por eso, su rostro permanentemente inquieto y juvenil, reflejaba paradójicamente una serenidad esperanzada y una intensa preocupación por los demás; por eso, recibía las cosas buenas con alegría y aceptaba los dolores con entereza. No despreciaba la vida ni temblaba ante la muerte; aspiraba a la plenitud que, en cada situación, era posible.

Salvador Vinardell, observador atento de los sucesos cotidianos y de los gestos humanos, era capaz de ahondar en el conocimiento de los otros seres y de comprenderse a sí mismo; sin sentirse extraño en este mundo, contemplaba con interés las cosas menudas y próximas, profundizando en sus sentidos transcendentes. En sus tareas pastorales, fue cuidadoso con los detalles y se mostró sensible a las dificultades de los más modestos; poseía una exquisita habilidad para crear momentos largos de intensa amistad.


Su discurso sacerdotal -enemigo de la grandilocuencia vacía y de las nieblas de la ambigüedad- seguía la línea quebrada del diálogo, respetaba las continuas interpolaciones de los dramas de la vida ajena; era manso, sensato, dispuesto a dejarse interpelar y a dar razones.

En sus clases de Religión, su actitud era la del maestro que, proponiendo con firmeza sus puntos de vista, estaba a la espera de las razones de los discípulos. Con tiento y con paciencia, prestaba su consejo amistoso y dejaba abiertas las puertas de la libre y de la responsable elección. Dueño de una palabra elemental y clara -como el viento libre- conversaba con naturalidad y predicaba con sencillez.

Aunque, a veces, le agradaba remar contra corriente -sin ceder a las modas y sin dejar de tenerlas en cuenta- era un hombre de paz que suavizaba los enfrentamientos. Se comprometió con la vida, supo mirar de frente las realidades, disfrutar con gozo y sufrir sin amarguras; ha evidenciado una exquisita nobleza para pelear por la dignidad de la existencia humana.

Este sacerdote sencillo y amable ha sabido vivir y morir con dignidad ­y con discreción. Tomó la vida plenamente en serio y supo orientar el espíritu hacia metas nobles.­ ­Era un espectador y un actor de la vida, empeñado en la comprensión del hombre desde el hombre, con sus virtudes y con sus pasiones, con sus defectos y con sus limitaciones, con sus frustraciones y con sus ilusiones. Ha vivido intensamente mirando de frente el mal, el desafío de los deseos y la interpretación de lo oculto. "La palabra evangélica -afirmaba- me ayuda a reconstruir la trama oculta de la realidad, sobre todo de la historia dolorosa, para dar a cada cosa concreta su valor real".


Activo y luchador incansable, fue un sacerdote crítico que intentó entender y transformar el mundo sin resignarse ni desanimarse ante la incomprensión. Es posible que, quizás por las prisas o por los despistes, no le hayamos prestado la atención que tantos detalles suyos merecían. Pero estamos seguros de que su memoria -o su vicario el inconsciente- constituye una antología de esencias atesoradas, de imágenes que son signos de identidad, de palabras que fueron revelaciones, de goces y de sufrimientos que fueron compartidos.

Sirvan estas modestas palabras de pequeño homenaje a un hombre bueno, honrado, afectuoso y limpio de corazón, a un creyente que ha derrochado sencillez, cordialidad y modestia, a un sacerdote disponible, servicial y desprendido que ha vivido una vida rica y enriquecedora, densa y dilatada, generosa e intensa, alimentada por la savia fecunda de la Eucaristía, de la oración y de la amistad con Jesús. La muerte le ha ungido con el suave aceite del sueño y nos deja el intenso olor de la gratitud. Que descanse en paz.
El Faro de Ceuta, miércoles 14 de junio de 2000.


[1] Nació en Cádiz y cursó los estudios de Humanidades, Filosofía y Teología en el Seminario Conciliar de San Bartolomé. Fue ordenado sacerdote por el Obispo monseñor Tomás Gutiérrez Díez. Ejerció el ministerio pastoral en Cádiz, Ceuta donde fue Coadjutor, Párroco, Profesor de Religión y Capellán.