domingo, 12 de octubre de 2008

Juan Sarabia "Chano Lobato"



Juan Sarabia, “Chano Lobato”[1]

Juan Sarabia, “Chano Lobato”, es un maestro de los cantes de Cádiz y un privilegio de la gracia y del compás. En las cantiñas, en las ale­grías, en las bulerías y en los tanguillos, difícilmente encuentra competencia. Pero cuando se lo propone y el momento lo exige, puede hacer memorables tonás, secas de adornos, seguiriyas de ejemplar sobriedad, soleares de distinto cuño, bulerías por soleá con tercios de la caña y con compases de la olvidada "giliana".

Chano Lobato, con su voz tensa e intensamente flamenca, hace todo eso con grandeza y con "jondura": es mucho más que un genio de los cantes festeros; es -alguien más lo ha procla­mado- "un sabio del cante". Sabe concentrar la jondura, el compás, el genio y la gracia, y congrega la savia del clasi­cismo con el aroma de la renovación. Sus cantes son "jondos" hasta en la "chuflillas" y livianos hasta en la "soleá".

Lo que para otros constituye una irreconcilia­ble disyuntiva, él lo funde en una armónica unidad. Condensa la amplia gama de la sensibilidad gitana con el señorío majes­tuoso del sentido popular andaluz. Evidencia la riqueza fecun­dadora del alma gitana.

Entre los últimos galardones que le han otorgado, hemos de destacar el Premio Ondas y la Palma de Plata de Algeciras. Varias composiciones suyas aparecen en el disco colectivo 10 años de pasión, en el que se recogen las principales intervenciones en el festival francés de Mont Marsan.




[1] Nació en Cádiz, en el popular barrio de Santa María, el mismo año que en Sevilla se reunían los poetas que han hecho famoso el número 27. En su tierra natal comenzó pasando las "hambres" de rigor y aguantando el levante y la guasa de los malos aficionados. Gaditano hasta los tuétanos y flamenco desde la cuna, se inició visitando los tablaos de su ciudad natal, principalmente en la Venta La Palma, junto a Aurelio Sellé, Servando Roa y Antonio El Herrero. Se trasladó a Madrid para cantar en reuniones, fiestas y tablaos flamencos para luego entrar a formar parte del ballet de Alejandro Vega, experiencia que duró varios años. Su trayectoria artística prosiguió en el Pasaje de El Duque de Sevilla, en 1952, siempre cantando para bailaores. Al año siguiente fue premiado en el gaditano concurso por alegrías. Regresó a los tablaos madrileños, El Duende y El Arco de Cuchilleros, y posteriormente actuó en París, Roma y Londres participando en el espectáculo de Manuela Vargas. A continuación estuvo casi 20 años en el Ballet de Antonio y actuando por los cinco continentes junto a Manuel Morao, El Serna y otros destacados artistas. De nuevo en Sevilla, es elegido para participar en el espectáculo de la bailaora Matilde Coral. En 1974 obtiene el premio Enrique El Mellizo en el Concurso Nacional de Córdoba, lo que le supone el reconocimiento de todo el estamento flamenco. También participó con gran éxito en la Cumbre Flamenca de Madrid. La tertulia flamenca El Gallo, de Morón de La Frontera, le tributó un homenaje en 1986, imponiéndole si insignia de oro. Este mismo año consigue el Premio Compás del Cante. Ha recibido la Medalla de Plata de Andalucía, por toda una vida dedicada al Arte Flamenco, y también posee el Premio Lucas López de la Peña Flamenca El Taranto de Almería.


Sebastián Hernández Guerrero



Sebastián Hernández Guerrero

Desde aquel día en el que, a sus trece años, observó la expresión de un anciano a través del visor de una cámara fotográfica, Sebastián advirtió que su mirada limpia, respetuosa y cariñosa, no sólo descubría dimensiones nuevas a los objetos, sino que, también, confería belleza, vigor y, a veces, vida a las realidades que, al resto de los mortales, nos parecían anodinas.

Desde ese momento auroral sintió que era fotógrafo: que, gracias a la singular capacidad de su mirada, podía detener el movimiento, conservar los gestos y eternizar los momentos. Descubrió que el mundo y la vida se explicaban por los permanentes y por los cambiantes contrastes de las luces y de las sombras, por el juego polícromo de las luchas y de los quehaceres cotidianos. Comprendió por qué, desde su más tierna infancia, respiraba con especial intensidad los aires transparentes de los amaneceres y por qué disfrutaba con singular placer con los tonos suaves de los crepúsculos.
Desde entonces, se dedicó a observar -con su mirada limpia, atenta, respetuosa y cariñosa- detalles nimios para leer los mensajes que encerraban en el fondo íntimo de sus entrañas. Porque él está convencido de que “todas las cosas tienen entrañas y almas, todas hablan y lloran, todas se alegran y te agradecen que te fijes en ellas”. Por eso, gasta las horas y las horas en, simplemente, mirar. Bueno... en mirar, en conversar y, sobre todo, en escuchar. Y es que, en el fondo, todos los seres son agradecidos. “¿No te has dado cuenta -me pregunta- que, cuando una brizna de hierba, un perro vagabundo, un anciano abandonado o un niño caprichoso comprueban que te fijas en ellos, te responden con una cómplice y agradecida sonrisa?”
Sebastián guarda, en el archivo íntimo de su memoria, una nutrida colección de imágenes en blanco y en negro, con las que, ensimismado, alimenta sus dilatados momentos de agradecida meditación.
Cuando, con paso seguro, transita por el borde del Campo del Sur o del Paseo Marítimo, repasa con atención una a una las páginas amarillentas del álbum que reúne esas sucesivas instantáneas que, a lo largo de medio siglo, ha ido repitiendo de los rincones, de los episodios y de los personajes gaditanos. Con cámara o sin ella, sigue interpretando mensajes inéditos de los mismos paisajes y captando sorprendentes expresiones de rostros familiares anteriormente retratados.

Joaquín Sierra "Quino"



Joaquín Sierra, “Quino”[1]

Joaquín Sierra

Joaquín Sierra -“Quino”- ha sido uno de los productos más valiosos de la fecunda cantera bética y uno de los delanteros centros de mayor calidad técnica del fútbol español. Creo que su peculiaridad deportiva estribaba en su singular capacidad para sintetizar, en una armoniosa y equilibrada unidad, un conjunto amplio de cualidades futbolísticas, profesionales y humanas diversas que, hasta cierto punto, eran opuestas. Poseía un variado repertorio técnico, una intensa voluntad competitiva y una profunda sensibilidad social.
En la cancha, además de su acusada personalidad para dirigir a sus compañeros y para hacer funcionar el equipo -aplicando siempre las estrategias diseñadas por los entrenadores en la pizarra- poseía una clara visión del juego, un fácil regate, una considerable facilidad de desmarque, una exquisita habilidad para jugar sin balón, una extraña desenvoltura para moverse en el área, una singular pericia para ejecutar las faltas, una secreta maña para engañar al contrario y una esmerada maestría en los controles del esférico. Aunque no estaba exento de fuerza, prefería, más que disparar cañonazos que rompieran la red, lanzar los tiros con tal colocación que limpiaran de telarañas los ángulos de la portería. Todas estas dotes se condensaban en la fórmula con la que los críticos más agudos solían caracterizarlo: era un futbolista con talento.
En mi opinión, su fútbol elegante e, incluso, su instinto goleador, se deben a su manera de concebir el fútbol siguiendo las reglas básicas del toreo puro: sabía parar, templar, mandar y, en su momento oportuno, cargar la suerte. Pero, a pesar de esta dimensión taurina, su fútbol se caracterizaba paradójicamente, por un sentido finamente poético y, en consecuencia, llamaban la atención, más que por la exuberancia de sus quiebros, por la sobriedad de sus jugadas clásicas, por sus pases hondos y por sus driblings medidos. Los espectadores -igual que él- no sólo disfrutábamos con su inspiración y con su pellizco, sino también con su dominio para mantener la cordura y la autenticidad del espectáculo, sin caer ingenuamente en el exceso de retórica o en la frivolidad de la ineficaz floritura.
En el vestuario, constituía un componente aglutinante y, al mismo tiempo, un factor revulsivo: facilitaba la unión del grupo humano y estimulaba el cumplimiento de los compromisos, la reivindicación de los derechos y el respeto a los pactos. Pero, sobre todo, logró despertar en los futbolistas la conciencia de su dignidad como personas, de sus exigencias profesionales y de sus derechos humanos. Colocado siempre en la acera de los más débiles, nos llamó la atención, de una manera especial, su frialdad, su firmeza y su mesura a la hora de resolver situaciones dramáticas. Lamentamos, sin embargo, que este caudal de conocimientos, de valores y de destrezas, no los haya puesto al servicio de las sucesivas generaciones de deportistas que tanto hubieran aprendido de su magisterio. Estamos seguros de que sus ideas, su control emocional, su brillante fantasía, su intensa reciedumbre, su discreta mesura y su firmeza innegociable, hubieran supuesto una ayuda impagable para las nuevas generaciones de futbolistas, para los directivos e, incluso, para los informadores.

[1] Nació en Sevilla, jugó el Betis y en el Valencia antes de recalar en el Cádiz. En 1976 Manuel De Diego, en su intento de hacer un equipo competitivo para lograr el ascenso a Primera, llega a un acuerdo con el club ché para incorporar al delantero. Quino pasa a ser el futbolista mejor pagado del Cádiz y se encuentra con jugadores de contrastada calidad como Carvallo, Ibáñez, Villalba, Botubot o Mané. Sin embargo, el esfuerzo mereció la pena, puesto que a final de temporada se logró el objetivo de conseguir una plaza en Primera. Quinó terminó el año con 16 goles, como máximo realizador amarillo junto a Ibáñez. Extraordinario ariete, magnífico rematador de cabeza y con un gran disparo, el sevillano abandonaría la disciplina amarilla en 1978.

Mateo Silva Romero



Mateo Silva Romero

Las actitudes y los comportamientos de Mateo Silva constituyen la ilustración y la prueba de que las paradojas evangélicas no son unos meros ejercicios retóricos sino que, además, nos proprocionan unas fórmulas eficaces para ayudarnos a encontrar el bienestar personal, la concordia familiar y la armonía social. Su modestia, su sencillez y su llaneza demuestran el atractivo y la validez de unos valores fundamentales que, en la actualidad, pasan desapercibidos y, a veces, desdeñados, pero que, a la larga, son reconocidos por casi todos. Por eso sus aspiraciones siempre se ven colmadas y las expectativas de los que solicitan su apoyo nunca son defraudas.

Mateo es un hombre servicial que presta su ayuda sin reclamar elogios y sin, ni siquiera, esperar gratitud; ha optado, de manera consciente, por ser levadura oculta en la masa y, en consecuencia, ha renunciado, explícitamente, a todos los signos que expresen afán de exhibicionismo y alardes de poder. Es un acompañante que, sin necesidad de poseer abundantes medios materiales, acude a todos los que requieren su colaboración: su clave reside en que da más de lo que él espera recibir.

Si su vida es sencilla, su discurso pastoral es claro. La claridad de sus mensajes estriba en que, previamente, los medita y los vive. En sus homilías, sobrias y escuetas, nos desvela el rostro y las pisadas de Jesús; nos traza el apasionante proyecto de vida dibujado en las bienaventuranzas y nos estimula para que nos decidamos a descubrir la riqueza del amor, las ganancias de la generosidad y los tesoros de la cruz. Administra el perdón y celebra la eucaristía.

Y es que, como él repite insistentemente, la dificultad del Evangelio no reside en su comprensión sino en su práctica. Por eso, le llama la atención que algunos, empujados por un afán de cientifismo y por la pretensión de proporcionar rigor a las enseñanzas evangélicas, las enreden empleando fórmulas complicadas y palabras raras. “Las palabras de Jesús -afirma- son fáciles de entender para todos los que acuden a él con un corazón limpio y generoso; la fe no es el resultado de una erudición intelectual sino un regalo, una gracia que se concede a los que poseen las entrañas de los pobres y de los humildes”.

Mateo Silva, hombre realista, cordial, atento, servicial, paciente y esperanzado, está permanentemente abierto al diálogo, a la comprensión y a la solidaridad fraterna. Gracias al esfuerzo continuado, a su crecimiento humano y a esa sabiduría que ha ido acumulando a lo largo de su abnegada y dilatada actividad pastoral, en la actualidad, está en posesión de una fina perspicacia y de una lúcida serenidad que le permiten descubrir el sentido trascendente de los sucesos cotidianos y el significado profundo de las cosas menudas. Asume sus responsabilidades sin desvanecerse por las dificultades, y, venciendo las limitaciones físicas, gracias a su madurez humana, desarrolla las diferentes tareas encomendadas con el sosiego de quien está plenamente convencido de que es un simple instrumento. Reconciliado con el pasado, Mateo Silva asume el presente y está abierto de par en par al futuro.

Rafael Soto Vergés



Rafael Soto Vergés[1]

“Ahora, que ya estoy jubilado -me decía en nuestra última entrevista-, regresaré, como vuelven los elefantes al lugar de su nacimiento, a mi Cádiz, y, aquí, en el Campo del Sur, seguiré meditando, latiendo y conversando sobre los temas esenciales que me planteé cuando aún estudiaba en el Colegio de la Viña; seguiré reflexionando sobre aquellas cuestiones que, desde niño, constituyeron el objeto de mis permanentes y agudas preocupaciones. Durante toda mi vida, más que responder, he dirigido preguntas a Dios, a mi padre, a mis amigos y, sobre todo, a mí mismo”.

Este fragmento de una de nuestras dilatadas conversaciones mantenidas cuando, de repente, él había saltado de la juventud a la senectud, puede servir de ilustración de una de las claves que explican su afanosa vida y su trabada obra literaria. Cuando terminó sus estudios de Ciencias Empresariales, decidió trasladarse a Madrid, impulsado, no por la ilusión de proyectar su figura, sino por la esperanza de ahondar en los enigmas de la existencia; partió empujado por la voluntad de sondear las entrañas más secretas de las cosas sencillas, la médula de los valores domésticos más humanos y los términos de los problemas religiosos, en el más ancho sentido de esta palabra. Desde entonces, él pretendía indagar, por ejemplo, en la íntima sustancia de la fugacidad de la vida, de la muerte o de la tristeza.


Podemos afirmar que, a pesar de la profundidad y de la densidad del simbolismo de su poesía, toda su corta obra está hondamente arraigada en la dura experiencia personal e íntimamente amasada en su permanente monólogo interior. No podemos definir su obra, sin sondear en su personal concepción poética y, sobre todo, sin acercarnos al talante de este peculiar sujeto poético.

Su vida ha sido una rigurosa lección de muchas cosas; nos ha enseñado, sobre todo, que la introspección es una senda inevitable para descubrir la verdad que se encierra en el fondo de las tinieblas. Por eso, él -que prefería las sombras del ocaso a las agresivas luces del alba, y buscaba la oscuridad de la noche, donde todo reposa- eligió la poesía como una forma de liberarse a través del conocimiento y como el camino más directo, rico, vital, libre e intuitivo para desenmascarar los trucos de las modas literarias, para penetrar en el fondo de la autoconciencia y para adueñarse de los misterios de nuestra existencia.






Rafael Soto Vergés, uno de los poetas gaditanos más importantes, ha sido un hombre profundamente bueno, honesto y coherente que, con su triste tono esperanzado y con su estilo tamizado, nos ha demostrado que la modestia es la virtud de los hombres que saben de verdad. Ha vivido y ha muerto discretamente, como los caballeros andantes y como los santos ermitaños.
[1] Nació en Cádiz en 1936 y falleció en Madrid el año 2004) Consiguió el premio Adonais en 1958 por La agorera. Otras obras de este autor gaditano son Epopeya sin héroe (1967), Rimado bajo el piélago (1993) y Pasto en llamas (1999). Según Luis García Jambrina, Rafael Soto Vergés es uno de los autores fundamentales de la llamada «Promoción poética de los 60» . Pero el hecho de que publicara su primer libro en 1959 hizo que Antonio Hernández lo considerara, en su día, miembro de la promoción de los 50 ; por otra parte, su obra había figurado ya en la antología de la revista Cuadernos de Ágora (1959) , así como en la célebre de Batlló (1968) , al lado de los miembros más destacados de esta última promoción. Sin embargo, su poesía se encuentra bien lejos de cualquier realismo crítico, y poco tiene que ver con la poesía de la experiencia e incluso con la del conocimiento tal y como la conciben la mayor parte de los poetas de los cincuenta . En este sentido, es preciso recordar aquí sus ideas en torno a lo que nuestro autor –que, además de gran poeta, era un excelente crítico de arte y literatura – define como «ostracismo activo, esto es, una fuerte actividad psicológica interior, vertida en el sondeo del subconsciente y de las formas pararreligiosas de comunicación con la existencia, [que] me hacían buscar "alguna realidad más profunda y más cierta" que la que el mundo me mostraba». Campo de Agramante nº 5 , Otoño 2005

José Luis Tejada




José Luis Tejada[1]

Aunque el poeta, crítico y profesor, José Luis Tejada, confesara en ocasiones que su patria era el universo entero, su territorio vital y poético propio fue la Bahía gaditana y, más concretamente, El Puerto de Santa María: la tierra, el cielo y el mar de su nacimiento -el cuatro de agosto de 1927-, de su intensa vida -durante sesenta años- y de su muerte -en 1988-. Vio por primera vez esta luz en un año de efemérides literarias y de intensa actividad poética, en una de las encrucijadas geográficas e históricas más propicias para el juego de la imaginación, para el recreo de los sentidos, para la contemplación del mar y del cielo, para la meditación, para la creación y para la lectura de la poesía.

Este pueblo y puerto, tierra fecunda en la que germinan sus palabras, constituye una de las claves que determinan y explican el estilo peculiar de su poesía: sus contenidos vitales, sus imágenes sensuales y sus expresiones coloristas y populares. Otra de las claves del carácter lúdico y sentimental de su poesía fue su condición de "niño chico de la casa" en la que sus dos hermanas mayores sustituían a la madre. Este ambiente de cariño y de protección hizo que, a lo largo de toda su vida, fuera ese niño soñador y juguetón, con nostalgia de aquel paraíso mítico que nunca llegó a perder del todo.




José Luis Tejada miraba el mundo desde la estatura del niño, reaccionaba con permanente sorpresa, con limpia ingenuidad y con abierta franqueza. Con su palabra nos descubre el sentido original de las cosas que él convierte en juguetes elementales. Tejada, con abierta complacencia y con patente temor, nos ha dejado su poesía "sólo latido entre el aire y el mar" que nos enriquece descubriéndonos dimensiones inéditas. No sabemos si su vida fue la historia de un niño que se fue metamorfoseando en poeta o la de un poeta que se transformaba en niño. Por eso para él la poesía –la vida- es un juego apasionante que debe ser bien jugado y hondamente disfrutado.

La cantidad y la calidad de la producción poética de José Luis Tejada merecen que le prestemos mayor atención, sus poemas reclaman el análisis de los historiadores, la valoración de los críticos y la lectura de todos. Los juicios de los especialistas serán diferentes según sean sus perspectivas históricas, sus criterios valorativos y sus concepciones estéticas, pero no debemos admitir que se ignore su existencia. La intensidad expresiva y la fuerza testimonial de su poesía cuyos ecos siguen resonando en nuestras conciencias, convierten la obra del poeta portuense en un episodio imborrable de nuestra historia literaria.

Si su vida fue digna de respeto y de admiración por su radical honestidad, por su total independencia, por su ilimitada curiosidad intelectual, por su exquisita cortesía y por su compromiso activo con los valores morales, su obra literaria constituye un objeto interesante para el análisis interpretativo y para la valoración estética.



[1] José Luis Tejada, perteneciente a la Generación del Medio Siglo o Generación del 50-60, 1927: Nace el 4 de agosto en El Puerto de Santa María, fue un autor precoz aunque de muy tardía publicación, se da la circunstancia que mucho antes de que publicara su primer libro ya figuraba en varias antologías. De 1965 a 1970, estudia en la Universidad de Sevilla y termina la licenciatura con un trabajo de investigación sobre Marinero en tierra , de Rafael Alberti. Publicó sus poemas en diferentes revistas de su entorno. Editó ocho poemarios en forma de libro; últimamente se han publicado dos recopilaciones de poemas: "Cuidemos este son" (Poesia flamenca) y "Lagar Fecundo" (Traducido al ingles, sobre el vino); y está inédita parte de su poesía. Falleció en en Cádiz el 11 de mayo de 1988.

Cristina Tejera





Cristina, para sentirse feliz y para estar contenta, no necesita de los escaparates ni de las vitrinas. Para estar bien consigo misma, prefiere saborear los alicientes de las experiencias íntimas y concentrarse en las tareas interiores de su espíritu, en los quehaceres familiares y en las faenas de su hogar. Está convencida de que las acciones nobles, las actividades dignas, los asuntos importantes y los trabajos valiosos, no se miden por el volumen de las exclamaciones con las que se proclaman: no requieren los amplificadores de la propaganda, ni las cajas de resonancia de la publicidad.

Ella, que es discreta y juiciosa, prefiere alojarse en la calma de las prácticas habituales y en el fondo de esas experiencias cotidianas que nutren su espíritu. A ella -que es cuidadosa y minuciosa- los pormenores de la existencia humana le llenan, mucho más que los acontecimientos extraordinarios; más que los actos solemnes, le satisfacen las reuniones familiares. Disfruta, sobre todo, con esas ocupaciones humildes que, para otros, son rutinarias y aburridas: le gustan, por ejemplo, limpiar el pescado, barrer y hacer punto. Y es que tengo la impresión de que carece de las vanidades -tonteras y pamplinas, dice ella- que son tan normales en la mayoría de los seres humanos. No concibe la vida como un espectáculo y, por eso, rehuye la exhibición y rechaza los aspavientos; antepone las pequeñas alegrías de la vida cotidiana a las grandes emociones de los acontecimientos importantes.

Pero, aunque de manera apacible y serena, construye su vida por dentro, no es una mujer ensimismada sino que, por el contrario, está más atenta a los demás que a ella misma. Algunos tienen la impresión de que está algo despistada, pero ella, discreta y reflexiva, observa detalladamente la realidad que le rodea y está pendiente de cada palabra, de cada gesto y de cada expresión, para responder sólo en el momento oportuno y en la ocasión propicia. Controla con habilidad sus reacciones y administra con destreza sus opiniones. Es especialmente sensible a los síntomas que delatan una preocupación y a las señales que descubren un sufrimiento.

Paciente, esperanzada, tolerante y compresiva, tiene plenamente en cuenta las asperezas del mundo pero, apoyada en el caudal de conocimientos prácticos que ha ido sedimentando a lo largo de su vida, mira los cambios con tranquilidad, sin permitir que la ahoguen la ansiedad, la impaciencia o la nostalgia. En las conversaciones Cristina -que nunca alardea ni se queja- nos inspira una sensación de paz, de alivio y de aplomo.

Con la ingenuidad aparente de sus afirmaciones y con el control real de sus emociones, con sus silencios, con sus pausas y con sus palabras -emitidas siempre en un tono confidencial- crea un confortable clima de cordialidad que facilita la comunicación, el entendimiento y la amistad. Esta mujer buena, sencilla y cariñosa, busca más la serenidad de las profundidades que los vértigos de las alturas.





sábado, 7 de junio de 2008

Antonio Tocino, "Rovira"

Antonio Tocino, “Rovira”, veterano y paternal masajista del Cádiz, Club de Fútbol, tras sufrir un accidente vascular y una intervención quirúrgica en las rodillas, ha fallecido. Situado siempre en un nivel secundario, ha sido un extraordinario profesional y una valiosa persona. Serio y formal, apasionado y familiar, parco en palabras, soñador, devoto del Nazareno y supersticioso, ha mantenido hasta su muerte la vivacidad y la frescura de los jóvenes. Se le atribuyen anécdotas sabrosas y decires ingeniosos. Era un joven con 77 años y un trabajador serio y concienzudo.

“Rovira” era un hombre servicial. Estaba dotado de una sorprendente habilidad en sus manos milagrosas y, sobre todo, era poseedor de una pequeña filosofía personal que ofrecía a los futbolistas como cómodos asideros para que se agarraran cuando surgían los problemas deportivos, familiares y humanos. Resolvió muchos conflictos personales; supo compartir los triunfos y las derrotas, y dio pruebas de una notable capacidad para vencer obstáculos y para establecer relaciones cordiales con naturalidad. Siempre encajó sin dramatismo las derrotas; en los momentos negros, abrió con habilidad las puertas de la esperanza y, con su palabra discreta y escondiéndose de la popularidad, acertó con el consejo oportuno.



Hasta el último suspiro mantuvo una respiración sabia y acompasada: su cuerpo flexible, su alma pacífica y su expresión pacificadora eran todo fibra. Hombre libre y liberal era un amante de los espacios abiertos. Hace muy pocos días me confesó que su aspiración suprema era volver a andar bien para pasear por la playa y para ver a sus niños, los futbolistas. Tranquilo y en paz, con la serenidad de haber cumplido con su trabajo, ha muerto una buena gente. Que descanse en paz.

José Tomás Tocino González

José Tomás Tocino González

Perseguidor de sueños y buscador de peripecias, este barbateño cordial y espontáneo -imprimiendo a su andadura un ritmo propio- ha explorado distintos senderos. Preocupado por el sentido de la existencia, en su búsqueda ávida de respuestas, unas veces ha recorrido el camino al trote y otras al galope, según el itinerario que, en cada encrucijada, determinaba seguir. Vital y vitalista, José Tomás nace y renace todos los días. Independiente y generoso, posee, padece y disfruta de una insaciable hambre de libertad, de cultura y de solidaridad. Alegre y entusiasta, para él la vida es un juego en el que se combinan las letras y los sonidos, la carne y el espíritu, lo metafísico y lo inmediato, en un damero de rostros y de lugares, para explorar las esencias y para llegar al fondo y al trasfondo de las cosas, a la vida sentida, compartida, vivida con sencillez, con naturalidad y con autenticidad: como una conducta, como una tarea y como un compromiso.



Sus interrogantes y sus anhelos fraguados por su imaginación están fecundados por su compromiso irrenunciable con la realidad y con su época. Sabe mirar hacia adelante y también hacia atrás al mismo tiempo y, sobre todo, no le tiene miedo al miedo. Lee el mundo y relee los libros. Indagando el sentido de las cosas, de las piedras y de las aguas, aspira los olores y los dolores del mundo y percibe las diversas voces ligadas a las cosas. Establece con las gentes con las que convive una triple parentela: la sanguínea, la imaginaria y la evangélica.

En su búsqueda entre la inevitable niebla, José Tomás ha descubierto que lo seres humanos somos realidad y, también, imaginación abierta a las grandes mudanzas, al amor y a la libertad. Todos los días elabora nuevos proyectos de ser a partir de su reflexión que es autorreconocimiento como creyente y como poeta de la sangre, de la imaginación y de la fe. Él ha entendido el sentido abierto y comunitario de la fe cristiana.

Como un verdadero Quijote, José Tomás es un radical insatisfecho y un partidario de la libertad, de la justicia y de la solidaridad hasta las últimas consecuencias, y, como Jesús de Nazaret, es acompañante de los humillados y defensor de los ofendidos: ha sellado un compromiso con la realidad del dolor y del sacrificio.



Permanente buscador, José Tomás sigue intacto, nadando en el cambiante oleaje de las infancias, de las pubertades y de las juventudes cíclicas, caminando de encantamiento en encantamiento. No es un resentido ni un desengañado del mundo ni del evangelio sino que, por el contrario, con exigente sinceridad y con lúcida conciencia de sus limitaciones, cada vez se siente más hechizado por Jesús en quien ventajosamente se apoya y quien -en medio de la madeja de estructuras, de rúbricas y de normas- le transmite el único dogma liberador: el amor.
Esteban Torre Serrano

Cuando el profesor Esteban Torre interviene en un Congreso de Teoría de la Literatura, se le suele presentar como un importante médico, doctor en Medicina y en Cirugía, que ha operado a cientos de pacientes. Cuando toma parte en un Congreso de médicos, se recuerda que es un excelente poeta que ha publicado varios libros de poemas. Cuando acude a las tertulias literarias, se dice que es un Catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Sevilla, un riguroso investigador y un agudo crítico. En todos los casos, se suele leer la lista interminable de sus publicaciones con la que, como es natural, se aburre al auditorio y se hiere la modestia del presentado.



Nosotros opinamos que es suficiente con recordar que Esteban Torre es un apasionado investigador del hombre: un estudioso de la mente y del cuerpo, un científico conocedor de la Anatomía, de la Biología y de la Psicología humanas. Es un especialista en Cirugía, en Lingüística, en Métrica y en Traducción. Y, finalmen¬te, es un artista que está dotado de una exquisita sensibilidad. Cursó las carreras de Medicina y de Filosofía y Letras; ha vivido, estudiado, investigado y trabajado profesionalmen¬te en los Estados Unidos, en Gran Bretaña, en Alemania, en Francia, en Italia, en Bélgica, en Holanda y en Nigeria; habla y escribe inglés, francés, alemán y ruso. Ha recorrido todo este itinerario académico con la intención de descifrar, en la medida de lo posible, el misterio humano.

Pretende saber mucho, casi todo, sobre el hombre: quiere conocer al ser humano por dentro y por fuera. Es un pensador y un crítico de personalidad compleja, que disfruta analizando y relacionando ideas, un científico dotado de una penetración intelectual desafiante, un técnico que hace alarde de su pericia; un políglota que indaga en el alma de las lenguas y, sobre todo, un artista y un poeta que crea mundos fascinantes. Esteban Torre -especialista en Medicina Interna, en Psiquiatría, en Métrica y en Traducción literaria, doctor en Medicina y Cirugía y en Filología Hispánica- mira las cosas y vive la vida como poeta, que sabe extraer las resonancias estéticas de todas las situaciones y de todas las palabras. Es poeta cuando vive, cuando habla, cuando lee y cuando escribe.



Aunque sus teorías resultan, a veces, polémicas e intranquilizadoras, es un escritor que, debido a la claridad de sus textos, produce alegría en los lectores. Él está convencido de que la claridad es en sí misma un valor intelectual. Su coherencia ética, su rica erudición y el vigor de sus argumentos lo hacen, en muchas ocasiones, invulnerable.

Incansable luchador por la libertad y encarnizado crítico de cualquier ideología totalitaria, es un buscador apasionado de la verdad en las raíces profundas del patrimonio tradicional occidental, en las fuentes de la racionalidad y, en consecuencia, en los fundamentos sólidos de la dignidad del ser humano.

viernes, 6 de junio de 2008


Alfonso Torrejón Jurado, “El Fiebre”

Alfonso Torrejón Jurado, que se forjó merecidamente el sobrenombre de “El Fiebre”, tras vivir durante setenta años en plena sintonía con los avatares del Cádiz Club de Fútbol, ha fallecido. Alfonso constituía el modelo del hombre sencillo, familiar y entrañable, que se identifica plenamente con una institución y el ejemplo de la persona noble que se entrega sin condiciones a una causa común.

Era un luchador tenaz y un sufridor infatigable que constituía una elocuente metáfora de las vidas elementales, laboriosas y sencillas de muchos de nuestros convecinos. Con sus comportamientos ilustraba la barojiana lucha por la vida, y su biografía representa, de manera clara, la extrema dureza de esa pelea por la supervivencia.

“El Fiebre” ha sido un espejo en el que se han visto reflejados los forofos apasionados, los aficionados gustadores del buen fútbol y los cadistas que han disfrutado con los triunfos y han sufrido con las derrotas de su Cádiz. Él ha sido la plasmación de los anhelos, de las ilusiones, de las alegrías y, también, de los disgustos, de los sufrimientos y de las decepciones.




Pero, en mi opinión, Alfonso estaba adornado de otros valores que van más allá de los territorios del fútbol y que no deberían pasarnos desapercibidos. Para dibujar su perfil humano, tendríamos que destacar, al menos, su fidelidad, su corrección y su laboriosidad. Se sabía mover entre los futbolistas, los entrenadores, los directivos, los periodistas y los aficionados. Era un hombre bueno, atento, servicial y limpio, un aventurero de la amistad que se solidarizaba con los sueños de los demás; era un ayudante indispensable que sabía aparecer en el momento oportuno y que se esfumaba cuando advertía que no eran necesarios sus servicios. Siempre se mantuvo al margen de las polémicas originadas por las luchas de las facciones y de las banderías.

En contra de lo que suele parecer, las personas -incluso las menos notables- son más importantes que las instituciones y los cadistas, más insignes que el Cádiz Club de Fútbol. A los seres humanos los engrandecen, más lo que son que lo que tienen; los ennoblecen más cómo hacen las cosas que las cosas que hacen.

Se ha cerrado un capítulo de nuestra pequeña historia local; se nos ha ido un depositario de miles de anécdotas, un amigo cordial cuyas eficaces ayudas nunca fueron suficientemente recompensadas. “El Fiebre”, un hombre sentimental, cumplidor, necesario, casi imprescindible en el Club, no vivía del fútbol, pero vivía el fútbol. Lo suyo fue algo más que afición y, por eso, deja una huella indeleble de bienhacer, que ha generado toneladas de agradecimiento, de respeto y de cariño. Que descanse en paz.
Antonio Troya Magallanes

Antonio Troya es uno de esos creyentes que, por la coherencia de sus ideas, de sus palabras, de sus actitudes y de sus comportamientos, se inscriben en la tradición más esencialista de la historia de la Iglesia. Reduce la fe a su médula más íntima y la despoja de las adherencias que, con el paso del tiempo, se han ido acumulando en todos sus órganos; los desinfla de esas hinchazones que, aunque a veces, nos dan la impresión de una aparente riqueza no son más que inútiles hojarascas o frondosidades perturbadoras para la transmisión de sus mensajes fundamentales.



Nos llama la atención su obstinada fidelidad al fondo de los evangelios, y, sobre todo, su capacidad para armonizar, en una sorprendente síntesis vital, las dos sendas que, ordinariamente, se presentan como paralelas o, incluso, como divergentes: la contemplación y la acción. Su reflexión aguda le empuja al compromiso y su sentido de la trascendencia proporciona consistencia a su sensibilidad social. Aunque es respetuoso con la tradición, la interpreta desde las claves que le suministra la perspectiva actual, tanto temporal como espacial.

Posee una fina sensibilidad para captar los signos de los tiempos y las condiciones de los lugares en los que, con su voz, ha de hacer resonar la Palabra del Evangelio. Es consciente de la época en la que vive y del lugar en el que habita. Vive el aquí y el ahora con una notable capacidad de adaptación; habita en los territorios en los que sus conciudadanos libran las diarias batallas de la subsistencia, de la inmigración, del paro, de la droga y de la marginación.

Antonio Troya es -junto con Juan Martín Varo- uno de los exégetas que, a mi juicio, mejor han calado en el fondo de los mensajes evangélicos y uno de los que lo exponen con mayor sencillez y lo explican con mayor claridad. El secreto de su lucidez lo encuentra, sin duda alguna, en la oración y en la acción. Gracias a la observación reflexiva de la realidad y a la lectura evangélica de los sucesos cotidianos como hechos trascendentes, ilumina sus actividades pastorales con una perspicaz lucidez y, al mismo tiempo, las impregna de un intenso realismo.


Su austeridad personal, su sobriedad y, en resumen, su pobreza evangélica -paradójicamente rica y enriquecedora-, hacen que su voz llegue a los que no tienen suficiente sensibilidad crítica y constituya una llamada a la conciencia moral y una interpelación para todos los que, ansiosamente, sólo luchan por acumular bienes materiales.

Su manera sencilla de vivir esa radical renuncia le proporciona una libertad y una credibilidad muy superiores a las que prestan las ínfulas presuntuosas y los títulos honoríficos. Es un servidor de sus hermanos que predica el perdón, la generosidad y la solidaridad.

Antonio Troya, frágil de cuerpo y robusto de espíritu, despierto y activo, modesto y compasivo, disponible y servicial, carente de afán de poder y de riquezas, es un hombre en el que se cristalizan y se concentran los valores más estrictamente cristianos. Se niega a las seducciones de la nostalgia pero se aferra a esa dimensión utópica que se sustenta y se nutre de las raíces esenciales del Evangelio. Por eso, tiene esperanza.

miércoles, 4 de junio de 2008

Pedro Valdecantos[1]

Como ocurriera con otros muchos intelectuales y profesionales de la “transición”, Pedro, nacido en Constantina (Sevilla) el 23 de Febrero de 1933, padre de seis hijos vino a Cádiz a ejercer su profesión de Catedrático en el Instituto Columela, y aquí entró en política empujado por impulsos morales: por “coherencia ética”, como entonces se decía. Creía que era un deber de conciencia y una exigencia de honradez traducir sus convicciones en hechos, plasmar sus ideas en obras y experimentar sus teorías en la práctica.

Sintió la obligación de arrimar el hombro a la tarea arriesgada, noble y compleja de crear una democracia, y no se conformó con el puesto de cualificado espectador y de privilegiado analista, como le correspondía por su condición de acreditado historiador, de profesor competente y de poeta notable.


El dilatado, empinado y zigzagueante camino que ha recorrido por los diferentes cargos públicos nos ayuda a esbozar el rico perfil espiritual de un hombre que, dotado de una vigorosa, potente y, aparentemente, contradictoria personalidad y de una cultura esmerada, siempre fue ajeno a las pacotillas solemnes, menospreció las vacuas frivolidades y desdeñó las anquilosadas prerrogativas. Como Director de Instituto, Delegado de Enseñanza y Gobernador Civil, siempre dio muestras de ser un “servidor” atento a las cambiantes demandas de la sociedad, y un interlocutor inteligente, presto para responder, de manera adecuada y rápida, a las mudables situaciones. Apasionado, polémico y crítico, es exquisitamente diplomático.

Pero nosotros -siguiendo la sugerencia de José Manuel Jareño- queremos rememorar, en estos momentos, al hombre bondadoso, observador y sencillo, al entusiasta acompañante en la más amplia dimensión de la palabra. Hemos constatado, con alivio y con exultación, que tiene un fondo de remansada delicadeza y de viva curiosidad. En él, la aristocracia del espíritu y la llaneza de trato, concurren y se armonizan en una rara simbiosis que no puede ser sólo herencia de la sangre, sino que es fruto de un permanente esfuerzo personal. Pero lo que más nos llama la atención personalmente -hemos de reconocerlo con lealtad- es su pundonor, su responsabilidad y su presteza para seguir aprendiendo y, por lo tanto, su facilidad para asimilar los cambios.


Su autodisciplina es el resultado de la fina conciencia moral con la que ha aceptado y desempeñado papeles importantes, y de su libertad para decidir sus opciones personales y sus compromisos sociales. Si su figura nos estimula es porque, más allá de su apostura física o genealógica, descubrimos la elegancia esbelta de su clara inteligencia y el garbo sereno de sus nobles sentimientos.

Esa inteligencia y esos sentimientos han dictado el rumbo de su bienestar y han redundado en la de muchos otros: su entrega leal y sin fingimientos lo han hecho más íntegro y más admirable. Reconocer su trayectoria es reconocer un trozo de la vida común y evocar las condiciones de otros tiempos más inciertos aunque, posiblemente, más apasionantes que los actuales. Unos tiempos hermosos, en cualquier caso.
[1] Nacido en Constantina, provincia de Sevilla, el 23 de Febrero de 1933 está casado y tiene seis hijos. Es Catedrático de Historia de Enseñanza Media Ha sido Delegado Provincial del Ministerio de Educación y Ciencia, en Cádiz; Director de Museos Arqueológicos y Bellas Artes (1965-1968) y Director del Centro Regional de la Universidad Nacional a Distancia (1973-1976). Cursó la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, habiendo obtenido la licenciatura en Geografía e Historia. Miembro de la Real Academia Provincial de Bellas Artes, del Instituto de Estudios Gaditanos y de la Cátedra Municipal "Adolfo de Castro".Posee la Encomienda de Alfonso X el Sabio. Es autor de varias obras, entre las que destacamos Aproximación a la España Visigoda; Los Godos en el poema de Fernán González; La crisis de la Burguesía Mercantil Gaditana; La Revolución de 1868 en Cádiz y Paisaje Tan mi Voz (poemas).

lunes, 2 de junio de 2008

Matilde del Valle[1]

Matilde es una mujer despejada, afanosa y tenaz. Su temperamento -un poco anárquico y un mucho aventurero- es una mezcla de romanticismo y de pragmatismo; una síntesis de fuerza y de sensibilidad. Combina hábilmente la entrega, la abnegación, el sacrificio y la generosidad, con el cálculo, la avidez, la ambición y el disfrute de la vida. Apoyándose firmemente en cada una de las metas alcanzadas, mira el futuro con la ilusión de la joven que sabe que tiene toda la vida por delante.

“Todavía -confiesa- no estoy a la vuelta de la vida, y estoy convencida de que son muchas las cosas que tengo que descubrir”. Estudió en aquellos tiempos en los que la mayoría de las mujeres sólo aprendía las “labores propias de su sexo”; trabajó profesionalmente para lograr que su marido culminara la carrera de Medicina; renunció a su profesión de enfermera para que su esposo ejerciera como médico; y, ahora, viuda y jubilada, ha reorganizado su vida: sin necesidad de competir con nadie, se ha empeñado en cursar y en aprobar todas las asignaturas pendientes de la Universidad y de la Vida.

A pesar de haber sufrido un ictus cerebral y aunque tiene mermadas algunas de sus facultades físicas, estudia Literatura, Historia, Geografía, Filosofía y Arte; lee y escribe; viaja, navega y vuela. Confiesa que busca -ya sin agobios- más que la ciencia, la sabiduría y, más que la erudición, la serenidad de la madurez. Ahora, tras las múltiples experiencias vividas, no es que pretenda regresar a juventud, sino que se ha vuelto más exigente y más selectiva: elige libremente todo lo que de verdad, le gusta o le atrae, y desecha, sin pesadumbre, lo que no le importa o no le interesa.

Ha perdido muchos miedos e inhibiciones y se siente, si no invencible, sí más asentada, más segura y más dueña de sí misma. Le preocupa más la calidad que la cantidad de la vida. Tras saberse sobreponer a situaciones personales y familiares difíciles, se ha propuesto vivir con intensidad la época de la seguridad, de la estabilidad y de la tranquilidad personal.

Mujer de ideas claras y de mano firme, mira el pasado con gratitud pero sin nostalgia. La vida le ha endurecido la piel y le ha ablandado el alma. Sin necesidad de renunciar a ninguna de las competencias femeninas, es una de esas mujeres que contradicen la ancestral leyenda del sexo débil; nunca se arrugó cuando tuvo que competir con hombres ni tampoco sintió la tentación de luchar contra ellos para derrotarlos. Prefirió jugar el papel de camarada, compañera, cómplice, amiga y consorte. Esta mujer, libre y activa, constituye una ilustración de la posibilidad de cambiar de modelo de vida femenina sin estar hecha de la pasta de los héroes ni ungida con la gracia de los elegidos.

Es una muestra de otras muchas mujeres que, en la actualidad, pese a los prejuicios ancestrales y en contra de las atávicas convenciones, adoptan actitudes y asumen comportamientos más libres, más justos y más humanos. Ni su sexo, ni su edad ni siquiera sus limitaciones físicas le han podido frenar sus diversos e intensos apetitos ni, mucho menos, le han invalidado sus ansias de vivir.


[1] Nació en Cádiz el 24 de octubre de 1922. Estudió la carrera de Ayudante Técnico Sanitario y el año 1950 contrajo matrimonio con el Médico Psiquiatra Antonio Fernández con el que tuvo una hija que también lleva el nombre de Matilde. Tiene tres nietos llamados Marta, Javier y Beltrán.

sábado, 31 de mayo de 2008

José Ricardo de Unzueta y Aguirrezabala[1]

José de Unzueta, hombre de principios, de orden y de diálogo, respetuoso con la tradición, pero sin excesivo apego al pasado, falleció en paz con Dios, con sus hermanos y consigo mismo. Dotado de una fina sensibilidad, de una exquisita capacidad de escucha y de una esmerada delicadeza de trato, este vasco, con su manera peculiar de entender la vocación marianista, era un experto en las lenguas, un políglota que aspiraba a comprender este mundo y a traducir el mensaje evangélico en términos inteligibles para los hombres de hoy.

Era un amante de las letras, un filólogo que, ya en su niñez, durante los largos inviernos de su tierra vasca, oía extasiado anécdotas populares y que, a partir de los doce años, edad en la que aprendió el castellano, se entregó a la lectura permanente de los mejores textos de nuestros autores clásicos.


Sin estancarse en ningún territorio geográfico ni ideológico, ha sido fiel al Evangelio. Ha recorrido una dilatada trayectoria pastoral, intentando ir un poco más allá, procurando ensanchar el territorio de sus palabras, agrandar su mundo interior y afinar sus ideas, adaptándolas a las exigencias de cada momento y de cada lugar. Cultivador de la palabra que revela y rememora, ha enriquecido la comunidad de los marianistas y ha proporcionado a muchos alumnos los instrumentos más eficaces para crecer como seres humanos, como ciudadanos de este mundo y como discípulos de Jesús.

Ha barajado la enseñanza en los colegios y en el seminario, la acción pastoral en parroquias y una intensa vida de oración. Compaginó la práctica y la reflexión, y supo alcanzar la unidad y la armonía en la compleja y cambiante marcha del tiempo convulso que ha recorrido, sabiendo enlazar la tradición más valiosa con los cambios más válidos. Podemos articular una luminosa trayectoria de este marianista apacible, sencillo, respetuoso, solitario, metódico, meditativo, viajero y cervantino, que se afanaba en devolver a las palabras su sólida y desnuda limpieza. Recordamos con gratitud sus frases aforísticas y sus bien engarzadas sentencias. Si nos adentramos en su biografía, podremos comprobar cómo en él han ido ligadas su fidelidad a Jesús de Nazaret y su filial devoción a María, los pilares sobre los que ha asentado su vida, sus cosas, sus ideas, sus espacios y sus tiempos.

Este hombre, a lo largo de ese camino zigzagueante que es el aprendizaje vital sedimentado por el paso del tiempo, fue aprendiendo y enseñando la fecundidad del silencio interior; fue ahondando progresivamente en su interior, en ese ámbito en el que tenía clavadas las raíces evangélicas y donde nutría sus pensamientos y su vida como condición indispensable para mirar y para admirar la realidad, para interpretarla, valorarla y disfrutarla. Somos muchos los que echaremos de menos a este hombre que, tocado con su gorra, se paseaba por la Avenida, reflexionando sobre la imprescindible palanca de la educación -fundada en el diálogo y en el esfuerzo personal- para elevar el bienestar de los hombres y de los pueblos.
Viernes, 4 de abril de 2002






[1] Nació en Yurre -Vizcaya- el 9 de junio de 1918. Fue ordenado sacerdote en Fribourgo -Suiza- el 18 de julio de 1948 por Monseñor Charriède. Llegó a Cádiz en septiembre del año 1964 donde permaneció hasta su muerte, el 5 de marzo del 2003. Alcanzó la Licenciatura en Historia en la Universidad de Zaragoza el año 1944. Siguió cursos de inglés en la Universidad de Cambridge en 1953 y en la Universidad de Londres en 1954.
Francisco Vallejo Acosta[1]

Aprovechamos la oportunidad que nos brinda la despedida de don Francisco Vallejo Acosta para expresarle nuestra sincera gratitud y nuestros profundos sentimientos de respeto y de admiración por sus actitudes sacerdotales y por sus coherentes comportamientos como creyente.

El padre Vallejo, a lo largo de su dilatada e intensa actividad pastoral, desarrollada en nuestra Capital durante cerca de medio siglo, ha sido un modelo ejemplar de pastor, por su talante amable, por su disposición servicial y por su eficaz gestión parroquial.

Su vida sencilla ha llenado el espacio y el tiempo de nuestra Iglesia gaditana. Nos ha llamado la atención cómo de forma modesta e intensamente vital, ha sabido generar un cálido ambiente familiar, un confortable clima fraternal y una densa atmósfera cordial en los diferentes cargos pastorales: en las parroquias de San Lorenzo, Santo Tomás, San Severiano y San José.


Le agradecemos especialmente la manera generosa de sacrificar su vida privada y familiar, y su forma elegante de entregar todas sus energías a la noble tarea de instituir una comunidad de creyentes.

Sensato y razonable, intenso y disponible, generoso hasta la prodigalidad, el padre Vallejo no pertenece a esa estirpe de presbíteros estirados, distantes, paternalistas, engolados y autoritarios que, subidos en pedestales de escayola, hablan "ex catedra" y lanzan anatemas.

Su estilo tampoco es el de los clérigos iluminados, visionarios, vehementes, sufridores e hirientes que, encaramados en tribunas políticas, en medio de las plazas o en pleno desierto, denuncian injusticias y anuncian desgracias, catástrofes y calamidades. Pero estamos seguros de que su voz desnuda, simple y escueta, ha serenado muchas conciencias y ha apaciguado muchas almas.

El padre Vallejo es constante, sincero, laborioso, estricto, sobrio, austero, lacónico, escueto y lineal, y ha sabido concentrar en su entrañable y menuda figura la esencia humana, la intensidad cristiana y la densidad sacerdotal: ha optado por la calidad en vez de obsesionarse por la cantidad.

El padre Vallejo es un hombre de calibre, inteligente y reflexivo, ha enfatizado las pequeñas cosas importantes y ha intensificado las vivencias fundamentales de la existencia humana: ha vivido con plenitud los momentos vitales de su rica trayectoria sacerdotal.


Cercano y cordial, se ha empeñado, más que en salvar a la humanidad o redimir el mundo, en ayudar a sus hermanos: se ha esforzado por comprender a los hombres, por aceptar sus limitaciones y por acoger uno a uno a los "próximos".

Con sus palabras discretas, con sus oraciones sencillas y con su testimonio modesto, ha congregado a los feligreses por encima de edades, de niveles culturales y de situaciones económicas, y ha transmitido un mensaje nítido de fe, concebida como la generosa aceptación de los valores evangélicos; ha explicado un discurso de esperanza, apoyado en la confianza en Jesús de Nazaret y, sobre todo, ha dictado una lección de amor, vivido como comunión con la Iglesia, como amistad cordial con los sacerdotes, como servicio ministerial a los feligreses y como ayuda generosa a los más débiles.

Estamos convencidos de que, debido a que está dotado de una inteligencia clara y a que siempre ha cultivado una intensa vida de oración, carece de pretensiones de vacías dignidades. Por eso no ha necesitado de las poses estiradas ni de las actitudes ceremoniosas. Al padre Vallejo le sobran las escenografías y los escondrijos, los camuflajes y los disimulos. En su predicación siempre ha sido transparente y directo, sencillo y claro. El único misterio que encierra y muestra a quien lo quiera conocer es el del amor, el del respeto y el de la generosidad: el de Cristo.

Nos sentimos honrados por haberlo conocido y le agradecemos sus desvelos y su entrega a los fieles. En estos momentos de despedida estamos orgullosos por haber compartido con él las peripecias, los afanes, las tareas, los caminos y los propósitos de nuestra propia existencia. Recibimos con respeto y con gratitud su mensaje de sencillez, de austeridad y de modestia.


Ajeno a las modas imperantes, y atento a los signos de los tiempos, el padre Vallejo ha sido y seguirá siendo un don impagable porque es, fundamentalmente, además de un hombre bueno, un sacerdote cristiano en el más hondo sentido de estas palabras. Sus fuertes convicciones cristianas, su lucidez implacable y la seguridad que proporciona su profunda fe en Jesús y en su mensaje evangélico, demuestran que es un buen sacerdote. Ya sabemos que, inmerso en la vida cotidiana, Cristo es su tema; su fuente de inspiración son los evangelios y el sentido último de todas sus actividades, el amor como instrumento para transformar el mundo.

Tras su marcha de puntillas de esta parroquia de San José nos dicta la lección de una vida sencilla y austera, y la imagen alegre de quien camina sin dejar cuentas pendientes. Siempre lo seguiremos considerando como un testigo de los valores morales y de las referencias espirituales, como un personaje familiar de nuestro paisaje gaditano y como uno de los más distinguidos miembros del presbiterio de la Diócesis de Cádiz.

[1] Falleció el martes cinco de septiembre de 2006, tras soportar una larga enfermedad que, progresivamente, le fue disminuyendo sus facultades físicas y mentales. Nació en San Fernando el dos de enero de 1928, estudió en el Seminario Conciliar de San Bartolomé y, tras la ordenación sacerdotal, desarrolló todas sus actividades pastorales en Cádiz. Fue coadjutor de la Parroquia de San Lorenzo, párroco de Santo Tomás, San Severiano y San José. En marzo de 1997 fue nombrado Canónigo de la Iglesia Catedral donde, sucesivamente ocupó los cargos de Penitenciario y Maestrescuelas. Durante más de veinte años fue Delegado Episcopal de Hermandades.

sábado, 24 de mayo de 2008

Ignacio de la Varga

Ignacio de la Varga[1]

Ignacio es un cronista de las cosas elementales y, por lo tanto, de los asuntos importantes. Es un trabajador infatigable y un servicial compañero en las tareas informativas; es un ser humano que está dotado del don de la naturalidad y de la virtud de la sencillez. Es un luchador tenaz que se defiende de los zarpazos inevitables de la adversidad, que se anima y se reanima y que, siempre está dispuesto a “comerse el mundo, aunque sea -como él dice- poquito a poco”.


Sin dejarse contaminar por el esnobismo de las élites pseudoprogres, sus comentarios son las manifestaciones directas de su llaneza congénita y de su sentido común. Se mantiene siempre próximo a las gracias y a las desgracias de la gente sencilla. Es un hombre normal, que vive los sucesos ordinarios con el ardor, con el apasionamiento y con la fuerza de los tirones de sus anhelos. Cada día, reemprende la ardua tarea de la supervivencia con un renovado coraje y, sobre todo, con una inédita nobleza.

“Contemplarlo -me decía ayer uno de sus compañeros- es contemplar nuestra propia vida y evocar unos tiempos no tan lejanos que, aunque teníamos que transitar por unos caminos que, aunque eran más trabajosos, más inciertos y más inseguros que los actuales, eran hermosos”. Ignacio nos sirve a muchos colegas de referencia, de modelo y de estímulo. Auténtico y respetuoso, cariñoso y despistado, servicial y distraído, es apreciado por todos sus compañeros y querido por todos sus amigos.

Ignacio está plenamente identificado con sus cosas y con sus gentes. Conversa con fruición sobre nuestros vientos y sobre nuestras temperaturas, sobre los olores y sobre los sabores de Cádiz; y discute con pasión sobre El Cádiz: sufría con sus derrotas de los últimos años y, en la actualidad, disfruta con sus éxitos. Inquieto y, a veces, impaciente -en la vida de cada día, en medio de la maraña de las cosas que le ocupan y le preocupan- actúa empujado por un permanente afán de superación y al ritmo intenso de los golpes de corazón. En plena madurez, conserva sus sueños juveniles y, movido por el deseo insobornable de servir a los demás, siempre está dispuesto a ayudar y a tomar partido por los más débiles.


Muestra su perplejidad ante las maneras pedantes, ante las modas afectadas y ante los comportamientos artificiosos; le incomodan las sutilezas retóricas, y suele repetir que le gusta viajar por los caminos de la autenticidad para alcanzar la verdad elemental de la vida real. Sincero y directo, es extraordinariamente sensible a los afectos y a los rencores, a las simpatías y a los desaires.

Ignacio es “inocente” en el más pleno y rico sentido de esta palabra: no posee malicia, no es capaz de hacer daño a nadie y, sobre todo, mantiene la esperanza en la bondad natural de la gente; cree en las palabras dadas y confía en las buenas intenciones de los demás.




[1] Nacido en Cádiz en 1948, estudió en el Colegio marianista de San Felipe Neri y comenzó a trabajar en Diario de Cádiz en 1975, tras pasar un breve periodo en La Hoja del Lunes. Fue corresponsal del diario As en Cádiz durante muchos años. Se prejubiló en 2005, siendo redactor jefe de cierre. Está casado y tiene cuatro hijos.