sábado, 31 de mayo de 2008

José Ricardo de Unzueta y Aguirrezabala[1]

José de Unzueta, hombre de principios, de orden y de diálogo, respetuoso con la tradición, pero sin excesivo apego al pasado, falleció en paz con Dios, con sus hermanos y consigo mismo. Dotado de una fina sensibilidad, de una exquisita capacidad de escucha y de una esmerada delicadeza de trato, este vasco, con su manera peculiar de entender la vocación marianista, era un experto en las lenguas, un políglota que aspiraba a comprender este mundo y a traducir el mensaje evangélico en términos inteligibles para los hombres de hoy.

Era un amante de las letras, un filólogo que, ya en su niñez, durante los largos inviernos de su tierra vasca, oía extasiado anécdotas populares y que, a partir de los doce años, edad en la que aprendió el castellano, se entregó a la lectura permanente de los mejores textos de nuestros autores clásicos.


Sin estancarse en ningún territorio geográfico ni ideológico, ha sido fiel al Evangelio. Ha recorrido una dilatada trayectoria pastoral, intentando ir un poco más allá, procurando ensanchar el territorio de sus palabras, agrandar su mundo interior y afinar sus ideas, adaptándolas a las exigencias de cada momento y de cada lugar. Cultivador de la palabra que revela y rememora, ha enriquecido la comunidad de los marianistas y ha proporcionado a muchos alumnos los instrumentos más eficaces para crecer como seres humanos, como ciudadanos de este mundo y como discípulos de Jesús.

Ha barajado la enseñanza en los colegios y en el seminario, la acción pastoral en parroquias y una intensa vida de oración. Compaginó la práctica y la reflexión, y supo alcanzar la unidad y la armonía en la compleja y cambiante marcha del tiempo convulso que ha recorrido, sabiendo enlazar la tradición más valiosa con los cambios más válidos. Podemos articular una luminosa trayectoria de este marianista apacible, sencillo, respetuoso, solitario, metódico, meditativo, viajero y cervantino, que se afanaba en devolver a las palabras su sólida y desnuda limpieza. Recordamos con gratitud sus frases aforísticas y sus bien engarzadas sentencias. Si nos adentramos en su biografía, podremos comprobar cómo en él han ido ligadas su fidelidad a Jesús de Nazaret y su filial devoción a María, los pilares sobre los que ha asentado su vida, sus cosas, sus ideas, sus espacios y sus tiempos.

Este hombre, a lo largo de ese camino zigzagueante que es el aprendizaje vital sedimentado por el paso del tiempo, fue aprendiendo y enseñando la fecundidad del silencio interior; fue ahondando progresivamente en su interior, en ese ámbito en el que tenía clavadas las raíces evangélicas y donde nutría sus pensamientos y su vida como condición indispensable para mirar y para admirar la realidad, para interpretarla, valorarla y disfrutarla. Somos muchos los que echaremos de menos a este hombre que, tocado con su gorra, se paseaba por la Avenida, reflexionando sobre la imprescindible palanca de la educación -fundada en el diálogo y en el esfuerzo personal- para elevar el bienestar de los hombres y de los pueblos.
Viernes, 4 de abril de 2002






[1] Nació en Yurre -Vizcaya- el 9 de junio de 1918. Fue ordenado sacerdote en Fribourgo -Suiza- el 18 de julio de 1948 por Monseñor Charriède. Llegó a Cádiz en septiembre del año 1964 donde permaneció hasta su muerte, el 5 de marzo del 2003. Alcanzó la Licenciatura en Historia en la Universidad de Zaragoza el año 1944. Siguió cursos de inglés en la Universidad de Cambridge en 1953 y en la Universidad de Londres en 1954.

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