viernes, 6 de junio de 2008

Antonio Troya Magallanes

Antonio Troya es uno de esos creyentes que, por la coherencia de sus ideas, de sus palabras, de sus actitudes y de sus comportamientos, se inscriben en la tradición más esencialista de la historia de la Iglesia. Reduce la fe a su médula más íntima y la despoja de las adherencias que, con el paso del tiempo, se han ido acumulando en todos sus órganos; los desinfla de esas hinchazones que, aunque a veces, nos dan la impresión de una aparente riqueza no son más que inútiles hojarascas o frondosidades perturbadoras para la transmisión de sus mensajes fundamentales.



Nos llama la atención su obstinada fidelidad al fondo de los evangelios, y, sobre todo, su capacidad para armonizar, en una sorprendente síntesis vital, las dos sendas que, ordinariamente, se presentan como paralelas o, incluso, como divergentes: la contemplación y la acción. Su reflexión aguda le empuja al compromiso y su sentido de la trascendencia proporciona consistencia a su sensibilidad social. Aunque es respetuoso con la tradición, la interpreta desde las claves que le suministra la perspectiva actual, tanto temporal como espacial.

Posee una fina sensibilidad para captar los signos de los tiempos y las condiciones de los lugares en los que, con su voz, ha de hacer resonar la Palabra del Evangelio. Es consciente de la época en la que vive y del lugar en el que habita. Vive el aquí y el ahora con una notable capacidad de adaptación; habita en los territorios en los que sus conciudadanos libran las diarias batallas de la subsistencia, de la inmigración, del paro, de la droga y de la marginación.

Antonio Troya es -junto con Juan Martín Varo- uno de los exégetas que, a mi juicio, mejor han calado en el fondo de los mensajes evangélicos y uno de los que lo exponen con mayor sencillez y lo explican con mayor claridad. El secreto de su lucidez lo encuentra, sin duda alguna, en la oración y en la acción. Gracias a la observación reflexiva de la realidad y a la lectura evangélica de los sucesos cotidianos como hechos trascendentes, ilumina sus actividades pastorales con una perspicaz lucidez y, al mismo tiempo, las impregna de un intenso realismo.


Su austeridad personal, su sobriedad y, en resumen, su pobreza evangélica -paradójicamente rica y enriquecedora-, hacen que su voz llegue a los que no tienen suficiente sensibilidad crítica y constituya una llamada a la conciencia moral y una interpelación para todos los que, ansiosamente, sólo luchan por acumular bienes materiales.

Su manera sencilla de vivir esa radical renuncia le proporciona una libertad y una credibilidad muy superiores a las que prestan las ínfulas presuntuosas y los títulos honoríficos. Es un servidor de sus hermanos que predica el perdón, la generosidad y la solidaridad.

Antonio Troya, frágil de cuerpo y robusto de espíritu, despierto y activo, modesto y compasivo, disponible y servicial, carente de afán de poder y de riquezas, es un hombre en el que se cristalizan y se concentran los valores más estrictamente cristianos. Se niega a las seducciones de la nostalgia pero se aferra a esa dimensión utópica que se sustenta y se nutre de las raíces esenciales del Evangelio. Por eso, tiene esperanza.

No hay comentarios: